lunes, 31 de octubre de 2016

La lápida de la rosa negra



Una mañana de otoño, después de desayunar, me dispuse a dar un paseo por el Malecón de Garrucha. Hacía un día espléndido, un sol radiante en un cielo ausente de nubes; todo indicaba que se avecinaba un día de temperaturas agradables pese a encontrarnos a finales de octubre.

A la altura del Pósito de Pescadores detuve mi caminata y me senté un momento a charlar con los viejos lobos de mar de Garrucha. Acomodado entre aquellos hombres de manos y rostros curtidos por el sol, el salitre y el duro trabajo del mar, comenzamos amena tertulia sobre temas en principio banales, pero que con el paso de los minutos se fueron volviendo interesantes, ya que estos antiguos marinos son pozos de sabiduría popular y de historias remotas que no suelen aparecer en los libros. No me defraudaron, hablando sobre el próximo Día de Todos los Santos y la costumbre de que los familiares acudan al cementerio a recordar a los seres queridos que allí descansan, me preguntó uno de los veteranos marinos si conocía la historia de la lápida de la rosa negra.

Ante mi cara de asombro, el octogenario marinero comenzó a relatarme la historia que había oído contar en casa a su madre y abuela.

Los hechos se sitúan en la Garrucha minera y comercial del último tercio del siglo XIX. Por aquellos años, llegó al pueblo un joven ingeniero de minas, con su esposa, para trabajar en las compañías que estaban explotando las ricas minas de la zona. Y por lo visto, según narró el anciano marino, estaban recién casados cuando fijaron su residencia en el pueblo y ella era de una belleza sublime, tan guapa decían que era que hasta el mismísimo Rey Alfonso XII la había pretendido.

Al matrimonio podía vérseles paseando su amor por las calles de Garrucha. Irradiaban ese aura mágico de un joven matrimonio llenó de pasión y cariño. Decían que eran tal para cual, ella vivía para él y él era el desvelo de los sueños de ella.

Una mañana él se marchó a Mazarrón, en Murcia, pues la compañía minera para la que trabajaba requería su presencia allí, ya que debía ayudar a un compañero ingeniero en el proyecto de explotación de una serie de minas que había arrendado la empresa recientemente. Poca cosa según calculó, una semana de trabajo y volvería presto a Garrucha. Su esposa, llevada por el amor que le embargaba, le pidió encarecidamente acompañarlo, pero él se negó.

La tarde que llegó a casa después de su trabajo en Mazarrón, se encontró a una de las criadas en la puerta del domicilio llorando a lágrima viva. Estupefacto preguntó a la misma qué le ocurría y la criada entre sollozos contestó: Señor Lorenzo, la señora…

Acto seguido, nuestro joven ingeniero entró estrepitosamente en la casa, buscando a  su esposa, y la halló. En la habitación del salón, allí estaba ella, angelical, con su tez y manos blancas como el marfil, entre las más bellas flores y engalanada con su mejor vestido de seda, con un rostro lleno de paz se encontraba la que dijeron que fue la mujer más bella de Garrucha descansando en el más bello de los ataúdes, durmiendo el sueño de los justos.

Su marido, o mejor dicho, el reciente y sorprendido viudo, ante la escena que se encontró, cayó desmayado al suelo.

Según me siguió relatando el marinero de Garrucha, al parecer la bella joven falleció de manera súbita mientras paseaba por el Malecón, un inexplicable infarto fulminante acabó con su vida a la temprana edad de 22 años.

Cuentan que él nunca se repuso de la pérdida de su querida esposa y que se le podía ver todos los días en el cementerio postrado ante la tumba de ella llorando desconsoladamente. Dejó el trabajo y se abandonó, vivía prácticamente en el camposanto. Siempre ponía en el enterramiento de su malograda mujer una rosa negra y diariamente besaba la fría lápida de mármol bañado en lágrimas.

Una mañana, al alba, unos marineros lo vieron en la playa mirando fijamente al horizonte, llevaba en su mano una rosa negra y estaba ataviado con sus mejores galas: esmoquin, guantes, abrigo negro y sombrero de copa. Echó a andar mar adentro con paso firme y decidido, hasta que se perdió su figura en las aguas. Los marineros, al ver esto, fueron rápidamente a rescatarlo, pero cuando llegaron se había desvanecido en el mar. Nunca más se supo de él, jamás se encontró el cuerpo.

Según me contó el veterano marino, en los años siguientes, cada 1 de noviembre aparecía una rosa negra sobre la lápida de ella y que inexplicablemente nadie colocaba. Con el paso del tiempo se transformó en una tradición ver la famosa flor sobre la tumba cada Día de Todos los Santos. A tal punto de fama llegó que incluso venían personas de otros pueblos para contemplar este hecho asombroso.

El Ayuntamiento de Garrucha, sospechando que podía ser un fraude por parte de alguno con interés en convertir la historia en un mito del cementerio, encargó una investigación. Y así se hizo, dos guardias municipales debían vigilar la tumba para ver si alguien colocaba la flor. Con el cementerio cerrado, se situaron agazapados a cierta distancia del nicho la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre y a eso de las doce en punto de la noche, vieron como un hombre vestido con traje, abrigo y sombrero de copa depositaba una rosa negra sobre la lápida. Ante eso, los policías fueron prestos a detenerlo. Sin embargo, cuando se acercaron a él lo que contemplaron es ciertamente misterioso. Según relataron, cuando se aproximaron comprobaron que no era un cuerpo sólido, era como nebuloso, de rostro blanco como la luna, pero difuminado, y tras mirarlo fijamente desapareció en su presencia.

Ante semejante testimonio, el Ayuntamiento, que no creyó la versión de los guardias municipales y con el propósito de zanjar este peculiar asunto, le comunicó lo ocurrido al Juez Municipal. Éste ordenó la exhumación de los restos de la mujer y su traslado a un osario común, ante la ausencia de familiares conocidos. La lápida se destruyó y nunca más hubo rosas negras sobre el ahora vacío nicho. Sin embargo, todavía se cuenta que cada 1 de noviembre hay quien ve en el cementerio de Garrucha un hombre de antigua vestimenta negra con peculiar sombrero pasear como alma en pena sosteniendo una rosa negra en busca de una tumba que ya no encuentra.


Nota: Relato de ficción escrito con ocasión de la Noche de Ánimas...

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