jueves, 17 de diciembre de 2015

¡PATRIA!


En estas ajetreadas fechas navideñas de comidas y cenas con familiares y amigos, de compras y regalos, me encuentro descansando un momento en la Biblioteca de la casa. Sitio de peregrinación para los sedientos de conocimiento. Entre centenares de libros de diversa índole y época, se clavan mis ojos en uno de cierta vejez, geriátrico, fatigado por el paso de los años, vulnerable a su edad, manoseado por los que me precedieron, con el poderoso nombre de PATRIA en letras doradas en su tejuelo.

Me desplazo y lo cojo con el cuidado y cariño que requieren los ancianos. Extasiado todavía por la potencia de su nombre, me dispongo a ver qué tesoro custodian sus cansadas tapas de cuero. Se abre sin oposición, indicio de que fue lectura recurrente en el pasado, lo que me anima a devorar con los ojos lo que tantas veces debió ser leído y releído en tiempo pretérito.

Sin previo aviso, la primera página me golpea la psique con dureza exclamativa. El libro grita ¡PATRIA!, con ese tono de rabia y felicidad contenida en las almas de los apasionados. Grito a pecho henchido, contenido por la larga opresión de las tapas y la consecuente libertad conseguida.

Primera página del libro Patria (1902)
Por fin, se desvela ante mí su misterio. Es una obra publicada en 1902, una recopilación de fragmentos de discursos y artículos del inmortal tribuno D. Emilio Castelar sobre la Patria. Este gran hombre de Estado, expresidente de la I República y uno de los padres del republicanismo español, devoto sin límites de España, lo español y sus tradiciones, fue un referente en su momento para una parte de la familia Berruezo. Así pues, entre sus correligionarios políticos o simpatizantes ideológicos se encontraban destacadas figuras de Garrucha como D. Francisco Berruezo López, D. Gabriel Berruezo Haro o D. Bernardo Berruezo Gerez.

Esta compilación fue realizada por D. Ángel Pulido con ayuda de D. Pablo Turiel. La obra está prologada por el primero, médico y senador, íntimo amigo de Castelar, y que pretendía hacer con ella una “colección que sería como devocionario sin igual para los españoles que comulgasen en la religión sublime de la patria”. Y “que debe andar en manos de todo el mundo: de los niños, en las escuelas de primeras letras, para que formen su alma en santo culto a la patria; de los hombres, para que redoblen las energías cívicas de su españolismo; de las mujeres, para que beban ternuras en manantiales copiosos de exquisitos sentimientos; de los pueblos, para que exalten su historia y la razón primera de su vida nacional, y de todos para edificación y embeleso del alma humana, con la idea y la música de los incomparables y arrobadores párrafos.” Todo corresponde a la promesa que Pulido le hizo en vida a Castelar, de que algún día recopilaría los más bellos fragmentos de sus discursos dedicados a España y que, en el tercer aniversario del fallecimiento del insigne político, la dio por cumplida.

En seguida su lectura me atrapa como un infeliz insecto en una terrorífica tela de araña. Leo ensimismado las páginas amarillentas y aromatizadas por el paso de los años, ese olor ganado por el tiempo conquistado. Me impregna la superioridad moral y cívica de Castelar, su elevado patriotismo decimonónico, la fortaleza inexpugnable de la fe en sus ideales y en todo lo español. Ante el Verbo de la República sólo queda entregarse a su prodigiosa palabra, conmoverse con su prosa, claudicar ante él, deleitarse con su mente maravillosa porque “nunca el encanto de la forma en lengua hispana conmocionó a los pueblos como cuando lo recibieron de labios de Castelar, ni gozó nunca el hogar español, aun en las humildes aldeas, tan viva y sublime la música y poesía de la prosa, inspirando en hombres y mujeres, en sabios e ignorantes, en ancianos y niños, un sentimiento de españolismo que hacía declamar párrafos, páginas, discursos enteros, con altisonancias y enardecimientos que inflamaban los corazones con fuegos desconocidos, y arrebataban las almas con nuevos ideales”.

Me embarga la nostalgia de la vieja Patria, ese patriotismo orgulloso de nuestros abuelos, de cuando republicanos y monárquicos, liberales y conservadores, enarbolaban el nombre de España como la más sagrada palabra que pueda evocar el español, porque la Patria es común, indivisible y pertenece a todos los españoles sin importar ideología. ¡Cuánta diferencia entre los políticos de antaño y los sucedáneos de hoy en día!

Pocos españoles han sido, son y serán como Don Emilio Castelar Ripoll. Durante toda su vida, desde sus ideales más apasionados de juventud, pasando por la maduración de su pensamiento y el posibilismo de su ideología en la Restauración, exaltó siempre a España. Su redondeado y bigotudo rostro entraba en un éxtasis místico cada vez que sus democráticos labios invocaban a España, a la Patria, porque para él “ella era una abstracción ideal inmaculada; podrían sus hijos los españoles pecar, pero ella era siempre pura; podrían equivocarse, pero ella era siempre infalible; podrían morir, pero ella sería siempre inmortal, duraría más que todas las instituciones, y era como la imagen de la Virgen, cuyos pies quebrantaba la cabeza a la serpiente del mal, y la frente se ocultaba entre las estrellas del cielo. Así nunca se le oyó quejarse de España…”.

Pero Castelar no fue sólo un personaje nacional, su figura como eminente político y pensador fue universal, así por ejemplo una localidad en Argentina fue bautizada con su apellido.

Don Emilio fue también un siempre bien recibido huésped en países extranjeros, que “reconocía y cantaba las grandezas históricas de otros pueblos y sus bellezas panorámicas, pero ninguno era más heroico ni más hermoso que su España”. Nada ni nadie se anteponía ante su gran e idealizado sentimiento nacional. Quizás una de las manifestaciones más conocidas de su españolismo fue su discurso en el Congreso de los Diputados, el 30 de julio de 1873, contra la desmembración cantonalista de España:

 “Aquí, sentimientos de la vida, hogar, familia, afectos, oración en los labios, ideas en la mente, desde el alimento que es grato al paladar hasta la obra de arte que nos abre las puertas de lo infinito, todo esto lleva en sí, como el árbol la savia, el jugo de la tierra española.
Yo quiero ser español y sólo español; yo quiero hablar el idioma de Cervantes; quiero recitar los versos de Calderón; quiero teñir mi fantasía en los matices que llevan disueltos en sus paletas Murillo y Velázquez; quiero considerar como mis pergaminos de nobleza nacional la historia de Viriato y la del Cid; quiero llevar en el escudo de mi Patria las naves de los catalanes que conquistaron a Oriente y las naves de los andaluces que descubrieron el Occidente; quiero saber de toda esta tierra que aún me parece estrecha, sí; de toda esta tierra tendida entre los riscos de los montes Pirineos y las olas del gaditano mar; de toda esta tierra ungida, santificada por las lágrimas que le costara a mi madre mi existencia; de toda esta tierra redimida, rescatada del extranjero y de sus codicias por el heroísmo y el martirio de nuestros inmortales abuelos. 
Y tenedlo entendido de ahora para siempre: YO AMO CON EXALTACIÓN A MI PATRIA, Y ANTES QUE A LA LIBERTAD, ANTES QUE A LA REPÚBLICA, ANTES QUE A LA FEDERACIÓN, ANTES QUE A LA DEMOCRACIA, PERTENEZCO A MI IDOLATRADA ESPAÑA.
Y me opondré siempre, con todas mis fuerzas, a la más pequeña, a la más mínima desmembración de este suelo, que íntegro recibimos de las generaciones pasadas, que íntegro debemos legar a las generaciones venideras y que íntegro debemos organizar. Y vuestro movimiento es una amenaza insensata a la integridad de la Patria y al porvenir de la Libertad”.
Durante la Restauración Borbónica, un muy maduro Castelar, atormentado por la deriva y fallida I República, y convencido de que por el momento no podría volverse a instaurar, desarrolló su afamado republicanismo posibilista dentro del nuevo régimen implantado. Es decir, llevó a cabo su programa democratizador para el país dentro de la nueva Monarquía Constitucional de Alfonso XII. Para ello, aconsejó, persuadió y guio, como los sabios ancianos, a los jefes de los grandes partidos políticos del momento. Como comenta Pulido: “La desgracia que aleccionaba, cambia y ennoblece, así a las colectividades como a los individuos, impregnó de tal melancolía sus discursos, impuso tan cuidados reguladores a sus consejos, tan prudentes y acertadas advertencias a sus propagandas, tan distintos procedimientos al logro de sus aspiraciones, que ya en vez de halagar a las muchedumbres prefirió persuadir a los ministros y jefes de gobierno, en vez de provocar alborotos, imponer respetos; en vez de escuchar aplausos tributados a sus deslumbradoras fantasías, debatir amistosamente con los directores todos de la política, visitándoles en su casa, recibiéndoles en la propia, sentándoles a su mesa, lisonjeando sus debilidades, compartiendo en el silencio sus tareas, inspirándoles sus discursos, disuadiéndoles de sus errores, moviendo a los perezosos, calmando a los enojados, y recabando de todos benevolencia, entusiasmo, actividades armónicas, para encarnar en las leyes las conquistas políticas deseadas, sin que la nación se diera cuenta de quién era el autor íntimo de aquellas reformas. En estas gestiones Castelar no veía más que la patria, no servía más que a la patria, ni ansiaba otro bien que el engrandecimiento y la felicidad de la patria.Además apunta que Don Emilio fue “defensor de la perduración de todos los gobiernos, cualesquiera que ellos fuesen, liberales o conservadores, porque creía que con todos se podían obtener aquellos progresos de la democracia, conquistas del derecho y reorganización de la Hacienda, en que cifraba la felicidad de España”.

A tal punto llegó su nueva política que consiguió prácticamente todo lo que se propuso. Así lo expuso en su discurso, del 7 de febrero de 1888, ante el Congreso de los Diputados: “[…] la abolición de la esclavitud, la libertad religiosa, la enseñanza libre, el servicio obligatorio, el sufragio universal…, todo lo hemos agotado”.

Su presencia embaucaba, sus discursos eran anunciados como si de una estrella internacional de Ópera se tratase, su gran oratoria, la mejor de la Historia de España para muchos, conmovía a todos. Hombre íntegro y de honor llegó a ser admirado por, entre otros, Sagasta, Silvela, Ortega y Maura. Precisamente este último calificaría a Castelar, a su muerte en 1899, como “antorcha que irradiaba su luz sobre todos” y “estatua que contemplaba el mundo entero”.

D. Emilio Castelar. Año 1897.
(http://memoriadecadiz.es/wp-content/uploads/2013/11/21.jpg)

Finalmente, este gran prócer de la política española falleció el 25 de mayo de 1899 en San Pedro del Pinatar (Murcia), a la edad de 66 años. Según dijeron los que lo acompañaron en sus últimos meses de vida, su delicada salud no pudo soportar el Desastre del 98. Se quebró el alma del irrepetible prócer republicano ante la pérdida de las colonias de ultramar del antaño poderoso Imperio Español.

D. Ángel Pulido, que acompañó a Castelar en su muerte, comentó a este respecto: “¡La grandeza de España perecía, y tenía que perecer necesariamente con ella el primero y más sensible de los españoles, incapaz de soportar el mortal tormento de su dolor infinito y sin consuelo!¡Qué otro destino no le quedaba al sublime cantor de las glorias nacionales, sino enmudecer sus labios y hundir en el sepulcro un cuerpo que se había inflamado muchas veces con ardientes y arrebatadores entusiasmos patrióticos!¡Para qué, para qué vivir ya, si no quedaban más que afrentas y desolaciones, motivos imposibles para los estímulos y necesidades de su oratoria!”.

El tiempo de Castelar había concluido, pero no sus enseñanzas sobre democracia y libertad. Si el eminente tribuno viviese hoy día se maravillaría de los logros que hemos conseguido todos los españoles en estos años de democracia. Sin embargo, conviene rescatar del cruel olvido al que se somete a este destacado personaje de la Historia de España, casi desconocido para gran parte del público general, pues fue uno de los políticos más lúcidos que ha tenido este país. Quizás si los actuales representantes del pueblo soberano mirasen hacia atrás y estudiasen figuras clásicas y eminentes de la política española, serían, sin lugar a dudas, mejores políticos y aprenderían que muchas de las “aparentes revelaciones de democracia y libertad” que nos tratan de vender, hace más de cien años que otros las enunciaron.

Por fin, cierro el libro PATRIA, empapado del patriotismo imperecedero de Castelar. Siento envidia sana de cuando mi tatarabuelo D. Francisco Berruezo López pudo estrechar su mano, hablar con él y deleitarse de su sublime oratoria cuando el insigne político y pensador visitó Garrucha en septiembre de 1876.

Por último y para cerrar esta entrada, quisiera rescatar un aserto del pensamiento de Don Emilio Castelar que, pese al tiempo transcurrido, por las circunstancias actuales cobra más vigencia que nunca. Dice así:

El pueblo esclavo se distingue del libre en que apela siempre a la fuerza, nunca al derecho; que jamás pueden ser pueblos libres los de genio inquieto y de temperamento revolucionario, para quienes la ley es una tormenta continua y la democracia una demagogia desenfrenada; pueblos que sólo oyen la voz de exaltados profetas, y sólo entrarán en la sociedad regular y pacífica conducidos, como el ganado, por un ser que los sujeta, llamándose naturaleza superior a ellos en habilidad, en inteligencia o en fuerza.”
Pocas veces se escuchó en lengua española un texto más claro que el anterior sobre pueblos esclavos, libres y líderes mesiánicos. Tome buena nota y no olvide, estimado lector, lo que acaba de leer. Piense y reflexione. 

Permítame también, si no es molestia, que abuse un poco más de su paciencia lectora y recuerde aquella otra frase lapidaria del eminente tribuno que dice que “por exceso de libertad mueren las democracias”. 



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