En estas ajetreadas fechas
navideñas de comidas y cenas con familiares y amigos, de compras y regalos, me
encuentro descansando un momento en la Biblioteca de la casa. Sitio de peregrinación para los sedientos de
conocimiento. Entre centenares de libros de diversa índole y época, se clavan
mis ojos en uno de cierta vejez, geriátrico, fatigado por el paso de los años,
vulnerable a su edad, manoseado por los que me precedieron, con el poderoso
nombre de PATRIA en letras doradas en su tejuelo.
Me desplazo y lo cojo con el
cuidado y cariño que requieren los ancianos. Extasiado todavía por la potencia
de su nombre, me dispongo a ver qué tesoro custodian sus cansadas tapas de
cuero. Se abre sin oposición, indicio de que fue lectura recurrente en el
pasado, lo que me anima a devorar con los ojos lo que tantas veces debió ser
leído y releído en tiempo pretérito.
Sin previo aviso, la primera
página me golpea la psique con dureza exclamativa. El libro grita ¡PATRIA!, con
ese tono de rabia y felicidad contenida en las almas de los apasionados. Grito
a pecho henchido, contenido por la larga opresión de las tapas y la consecuente
libertad conseguida.
Primera página del libro Patria (1902) |
Esta compilación fue realizada
por D. Ángel Pulido con ayuda de D. Pablo Turiel. La obra está prologada por el
primero, médico y senador, íntimo amigo de Castelar, y que pretendía hacer con
ella una “colección que sería como devocionario sin igual para los españoles que
comulgasen en la religión sublime de la patria”. Y “que debe andar en manos de todo el mundo: de los niños, en las
escuelas de primeras letras, para que formen su alma en santo culto a la
patria; de los hombres, para que redoblen las energías cívicas de su
españolismo; de las mujeres, para que beban ternuras en manantiales copiosos de
exquisitos sentimientos; de los pueblos, para que exalten su historia y la
razón primera de su vida nacional, y de todos para edificación y embeleso del
alma humana, con la idea y la música de los incomparables y arrobadores
párrafos.” Todo corresponde a la promesa que Pulido le hizo en vida a
Castelar, de que algún día recopilaría los más bellos fragmentos de sus
discursos dedicados a España y que, en el tercer aniversario del fallecimiento
del insigne político, la dio por cumplida.
En seguida su lectura me atrapa
como un infeliz insecto en una terrorífica tela de araña. Leo ensimismado las
páginas amarillentas y aromatizadas por el paso de los años, ese olor ganado
por el tiempo conquistado. Me impregna la superioridad moral y cívica de
Castelar, su elevado patriotismo decimonónico, la fortaleza inexpugnable de la
fe en sus ideales y en todo lo español. Ante el Verbo de la República
sólo queda entregarse a su prodigiosa palabra, conmoverse con su prosa,
claudicar ante él, deleitarse con su mente maravillosa porque “nunca el encanto de la forma en lengua
hispana conmocionó a los pueblos como cuando lo recibieron de labios de
Castelar, ni gozó nunca el hogar español, aun en las humildes aldeas, tan viva
y sublime la música y poesía de la prosa, inspirando en hombres y mujeres, en
sabios e ignorantes, en ancianos y niños, un sentimiento de españolismo que
hacía declamar párrafos, páginas, discursos enteros, con altisonancias y
enardecimientos que inflamaban los corazones con fuegos desconocidos, y
arrebataban las almas con nuevos ideales”.
Me embarga la nostalgia de la
vieja Patria, ese patriotismo orgulloso de nuestros abuelos, de cuando
republicanos y monárquicos, liberales y conservadores, enarbolaban el nombre de
España como la más sagrada palabra que pueda evocar el español, porque la
Patria es común, indivisible y pertenece a todos los españoles sin importar
ideología. ¡Cuánta diferencia entre los políticos de antaño y los sucedáneos de
hoy en día!
Pocos españoles han sido, son y
serán como Don Emilio Castelar Ripoll. Durante toda su vida, desde sus ideales
más apasionados de juventud, pasando por la maduración de su pensamiento y el
posibilismo de su ideología en la Restauración, exaltó siempre a España. Su redondeado
y bigotudo rostro entraba en un éxtasis místico cada vez que sus democráticos
labios invocaban a España, a la Patria, porque para él “ella era una abstracción ideal inmaculada; podrían sus hijos los
españoles pecar, pero ella era siempre pura; podrían equivocarse, pero ella era
siempre infalible; podrían morir, pero ella sería siempre inmortal, duraría más
que todas las instituciones, y era como la imagen de la Virgen, cuyos pies
quebrantaba la cabeza a la serpiente del mal, y la frente se ocultaba entre las
estrellas del cielo. Así nunca se le oyó quejarse de España…”.
Pero Castelar no fue sólo un
personaje nacional, su figura como eminente político y pensador fue universal,
así por ejemplo una localidad en Argentina fue bautizada con su apellido.
Don Emilio fue también un siempre
bien recibido huésped en países extranjeros, que “reconocía y cantaba las grandezas históricas de otros pueblos y sus
bellezas panorámicas, pero ninguno era más heroico ni más hermoso que su
España”. Nada ni nadie se anteponía ante su gran e idealizado sentimiento
nacional. Quizás una de las manifestaciones más conocidas de su españolismo fue
su discurso en el Congreso de los Diputados, el 30 de julio de 1873, contra la
desmembración cantonalista de España:
“Aquí, sentimientos de la vida, hogar,
familia, afectos, oración en los labios, ideas en la mente, desde el alimento
que es grato al paladar hasta la obra de arte que nos abre las puertas de lo
infinito, todo esto lleva en sí, como el árbol la savia, el jugo de la tierra
española.
Yo
quiero ser español y sólo español; yo quiero hablar el idioma de Cervantes;
quiero recitar los versos de Calderón; quiero teñir mi fantasía en los matices
que llevan disueltos en sus paletas Murillo y Velázquez; quiero considerar como
mis pergaminos de nobleza nacional la historia de Viriato y la del Cid; quiero
llevar en el escudo de mi Patria las naves de los catalanes que conquistaron a
Oriente y las naves de los andaluces que descubrieron el Occidente; quiero
saber de toda esta tierra que aún me parece estrecha, sí; de toda esta tierra
tendida entre los riscos de los montes Pirineos y las olas del gaditano mar; de
toda esta tierra ungida, santificada por las lágrimas que le costara a mi madre
mi existencia; de toda esta tierra redimida, rescatada del extranjero y de sus
codicias por el heroísmo y el martirio de nuestros inmortales abuelos.
Y
tenedlo entendido de ahora para siempre: YO AMO CON EXALTACIÓN A MI PATRIA, Y
ANTES QUE A LA LIBERTAD, ANTES QUE A LA REPÚBLICA, ANTES QUE A LA FEDERACIÓN, ANTES
QUE A LA DEMOCRACIA, PERTENEZCO A MI IDOLATRADA ESPAÑA.
Y
me opondré siempre, con todas mis fuerzas, a la más pequeña, a la más mínima
desmembración de este suelo, que íntegro recibimos de las generaciones pasadas,
que íntegro debemos legar a las generaciones venideras y que íntegro debemos
organizar. Y vuestro movimiento es una amenaza insensata a la integridad de la
Patria y al porvenir de la Libertad”.
Durante la Restauración
Borbónica, un muy maduro Castelar, atormentado por la deriva y fallida I
República, y convencido de que por el momento no podría volverse a instaurar,
desarrolló su afamado republicanismo posibilista dentro del nuevo régimen
implantado. Es decir, llevó a cabo su programa democratizador para el país dentro
de la nueva Monarquía Constitucional de Alfonso XII. Para ello, aconsejó,
persuadió y guio, como los sabios ancianos, a los jefes de los grandes partidos
políticos del momento. Como comenta Pulido: “La
desgracia que aleccionaba, cambia y ennoblece, así a las colectividades como a
los individuos, impregnó de tal melancolía sus discursos, impuso tan cuidados
reguladores a sus consejos, tan prudentes y acertadas advertencias a sus
propagandas, tan distintos procedimientos al logro de sus aspiraciones, que ya
en vez de halagar a las muchedumbres prefirió persuadir a los ministros y jefes
de gobierno, en vez de provocar alborotos, imponer respetos; en vez de escuchar
aplausos tributados a sus deslumbradoras fantasías, debatir amistosamente con
los directores todos de la política, visitándoles en su casa, recibiéndoles en
la propia, sentándoles a su mesa, lisonjeando sus debilidades, compartiendo en
el silencio sus tareas, inspirándoles sus discursos, disuadiéndoles de sus
errores, moviendo a los perezosos, calmando a los enojados, y recabando de
todos benevolencia, entusiasmo, actividades armónicas, para encarnar en las leyes
las conquistas políticas deseadas, sin que la nación se diera cuenta de quién
era el autor íntimo de aquellas reformas. En
estas gestiones Castelar no veía más que la patria, no servía más que a la
patria, ni ansiaba otro bien que el engrandecimiento y la felicidad de la
patria.” Además apunta que Don Emilio fue “defensor de la perduración de
todos los gobiernos, cualesquiera que ellos fuesen, liberales o conservadores,
porque creía que con todos se podían obtener aquellos progresos de la
democracia, conquistas del derecho y reorganización de la Hacienda, en que
cifraba la felicidad de España”.
A tal punto llegó su nueva
política que consiguió prácticamente todo lo que se propuso. Así lo expuso en
su discurso, del 7 de febrero de 1888, ante el Congreso de los Diputados: “[…] la abolición de la esclavitud, la
libertad religiosa, la enseñanza libre, el servicio obligatorio, el sufragio
universal…, todo lo hemos agotado”.
Su presencia embaucaba, sus
discursos eran anunciados como si de una estrella internacional de Ópera se
tratase, su gran oratoria, la mejor de la Historia de España para muchos,
conmovía a todos. Hombre íntegro y de honor llegó a ser admirado por, entre
otros, Sagasta, Silvela, Ortega y Maura. Precisamente este último calificaría a
Castelar, a su muerte en 1899, como “antorcha
que irradiaba su luz sobre todos” y “estatua
que contemplaba el mundo entero”.
D. Emilio Castelar. Año 1897. (http://memoriadecadiz.es/wp-content/uploads/2013/11/21.jpg) |
Finalmente, este gran prócer de
la política española falleció el 25 de mayo de 1899 en San Pedro del Pinatar
(Murcia), a la edad de 66 años. Según dijeron los que lo acompañaron en sus
últimos meses de vida, su delicada salud no pudo soportar el Desastre del 98. Se
quebró el alma del irrepetible prócer republicano ante la pérdida de las
colonias de ultramar del antaño poderoso Imperio Español.
D. Ángel Pulido, que acompañó a
Castelar en su muerte, comentó a este respecto: “¡La grandeza de España perecía, y tenía que perecer necesariamente con
ella el primero y más sensible de los españoles, incapaz de soportar el mortal
tormento de su dolor infinito y sin consuelo!¡Qué otro destino no le quedaba al
sublime cantor de las glorias nacionales, sino enmudecer sus labios y hundir en
el sepulcro un cuerpo que se había inflamado muchas veces con ardientes y
arrebatadores entusiasmos patrióticos!¡Para qué, para qué vivir ya, si no
quedaban más que afrentas y desolaciones, motivos imposibles para los estímulos
y necesidades de su oratoria!”.
El tiempo de Castelar había
concluido, pero no sus enseñanzas sobre democracia y libertad. Si el eminente
tribuno viviese hoy día se maravillaría de los logros que hemos conseguido
todos los españoles en estos años de democracia. Sin embargo, conviene rescatar
del cruel olvido al que se somete a este destacado personaje de la Historia de
España, casi desconocido para gran parte del público general, pues fue uno de
los políticos más lúcidos que ha tenido este país. Quizás si los actuales
representantes del pueblo soberano mirasen hacia atrás y estudiasen figuras
clásicas y eminentes de la política española, serían, sin lugar a dudas,
mejores políticos y aprenderían que muchas de las “aparentes revelaciones de
democracia y libertad” que nos tratan de vender, hace más de cien años que
otros las enunciaron.
Por fin, cierro el libro PATRIA,
empapado del patriotismo imperecedero de Castelar. Siento envidia sana de
cuando mi tatarabuelo D. Francisco Berruezo López pudo estrechar su mano,
hablar con él y deleitarse de su sublime oratoria cuando el insigne político y
pensador visitó Garrucha en septiembre de 1876.
Por último y para cerrar esta
entrada, quisiera rescatar un aserto del pensamiento de Don Emilio Castelar que, pese al tiempo transcurrido, por las circunstancias actuales cobra más
vigencia que nunca. Dice así:
“El
pueblo esclavo se distingue del libre en que apela siempre a la fuerza, nunca
al derecho; que jamás pueden ser pueblos libres los de genio inquieto y de
temperamento revolucionario, para quienes la ley es una tormenta continua y la
democracia una demagogia desenfrenada; pueblos que sólo oyen la voz de
exaltados profetas, y sólo entrarán en la sociedad regular y pacífica
conducidos, como el ganado, por un ser que los sujeta, llamándose naturaleza
superior a ellos en habilidad, en inteligencia o en fuerza.”
Pocas veces se escuchó en lengua
española un texto más claro que el anterior sobre pueblos esclavos, libres y
líderes mesiánicos. Tome buena nota y no olvide, estimado lector, lo que acaba
de leer. Piense y reflexione.
Permítame también, si no es molestia, que abuse un poco más de su paciencia lectora y recuerde aquella otra frase lapidaria del eminente tribuno que dice que “por exceso de libertad mueren las democracias”.
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