El día 3 de enero de 1900, D. Bernardo Berruezo Gerez atravesó un difícil trance; su buen amigo de la infancia, el joven estudiante de Derecho D. Tomás Fernández
Latorre falleció en Garrucha, de enfermedad repentina, a la temprana edad de 24 años. Don Tomás era hijo del destacado político conservador, Cónsul Honorario de Francia en Almería y Alcalde de Garrucha en diversas ocasiones en el siglo XIX, D. Asensio Fernández Morán y de su esposa Dña. Mercedes Latorre Ballesta.
Don Asensio fue toda una personalidad en la Garrucha de su época; en su haber como prohombre, cabe destacar la medalla de plata que le otorgó la Reina Victoria de Inglaterra en 1861 por el auxilio prestado al Capitán británico Hodge, del brich Avne, de Plymouth, cuando zozobró su navío el 25 de agosto de 1860.
Don Asensio fue toda una personalidad en la Garrucha de su época; en su haber como prohombre, cabe destacar la medalla de plata que le otorgó la Reina Victoria de Inglaterra en 1861 por el auxilio prestado al Capitán británico Hodge, del brich Avne, de Plymouth, cuando zozobró su navío el 25 de agosto de 1860.
Un joven Don Bernardo de también 24 años, que acompañó a su entrañable amigo en las postrimerías de su muerte demostrando la fortaleza de su amistad, no quiso dejó
pasar ocasión para tributar en el periódico local El Eco de
Levante sentido recuerdo a quien fue su querido y malogrado amigo:
Tomás Fernández Latorre
¡Qué despiadada es la muerte! En su
impetuosa carrera nada la detiene y su impía guadaña todo lo siega.
Ni los 24 años de mi pobre amigo, ni
la consideración de hallarse en la plenitud de la vida, ni la circunstancia de
estar en víspera de crearse una posición a costa de grandes afanes, han sido
motivos suficientes para que la Parca se contuviera en el cumplimiento de su
fatal misión.
Hace muy pocos días que el
desgraciado joven llegó de Granada, donde estudiaba la carrera de leyes, y
nunca pensaría el infeliz que la corta temporada que él soñó de venturas,
habíase de trocar por una eternidad de sufrimientos crueles, apagándose su
lozana vida a un soplo envenenado de traidora enfermedad. ¡Pero esa es la
humanidad! Cuando uno se cree que goza del apogeo de la virilidad; cuando se
figura cualquiera que su espíritu es invencible, rózase el débil hilo de su
existencia, y hace rodar las energías más fuertes y las más bellas ilusiones.
¡Pobre Tomás! Pocos minutos antes de
expirar y aunque rendido por incesante fatiga, sostenía conmigo animada
conversación, demostrando que ignoraba el funesto desenlace que poco después
había de tener la lucha que sostenía. Mas no tardó en darse cuenta de su triste
situación, y tras tierna despedida de sus padres y hermanos, tras una serie de
frases conmovedoras y cuando apenas había abandonado el Sacerdote la casa
después de administrarle los Santos Sacramentos, cerró los ojos para no
volverlos a abrir.
Tomás Fernández, el que hace poco fue
nuestro amigo cariñoso, gozaba de simpatías generales que su excelente trato se
captaba. Lleno de bondad y dotado de otras muchas cualidades envidiables, ni
una sola vez dio motivos de enojo a nadie y en todas partes fue grata su
presencia.
Los mejores años por los que
atraviesa la vida humana los hemos pasado juntos. Era mi amigo desde que ambos
tuvimos uso de razón y jamás nos ha separado el más pequeño rozamiento. Por eso
digo que Tomás era muy bueno, y ahí están todos los que lo trataron para corroborarlo.
Hace una semana, un corazón de fuego,
un espíritu levantado, una cabeza pensadora, una vida en su mejor periodo de
actividad. Hoy… ¡nada!
El mejor lenitivo que puede tener el
justo y profundo sentimiento que embarga a su apreciable familia; el alivio del
dolor agudo que sufren sus inconsolables padres y hermanos, es la satisfacción
de que en estos penosos momentos se les asocian los muchos que amaban al ser
querido que acaban de perder.
Dicen que las lágrimas más meritorias
son las que vierte un hombre; y si es así, bien convencido estarás, pobre
amigo, que yo te quería de verdad, pues las mías se han confundido en tu muerte
con las que derramaban los que llevan tu sangre.
¡Descansa en paz, y que Dios se haya
apiadado de tu alma!
B.B.
(El Eco de Levante, Garrucha, 6 de enero de 1900)
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