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D. Práxedes Mateo Sagasta |
El de 5 de enero de 1903 falleció
en Madrid, a la edad de 77 años, Don Práxedes Mateo Sagasta. Este Ingeniero de
Caminos, líder del Partido Liberal, monopolizó junto al Partido Conservador de
Cánovas del Castillo la política española durante la Restauración Borbónica. El
turnismo entre estos dos grandes partidos dinásticos en el Gobierno de España,
trajo al país, en unos momentos de gran inestabilidad política, ese descanso y
tranquilidad que necesitaba la hidalga y fatigada Nación Española.
En la edición del periódico
garruchero El Eco de Levante del 9
de enero de 1903, su director, el ilustrado D. José Bueno y Cordero hizo
balance a la gestión de este emblemático político de la Historia de España. Es
una crónica crítica con la deriva de Sagasta en sus últimos años y que tuvo como
colofón el lamentable Desastre del 98. Conviene recordar el cierto malestar del
Director de El Eco de Levante contra este político que presidió el Gobierno
durante la Guerra de Cuba, donde valerosos españoles fallecieron en combate
desigual ante la superioridad naval estadounidense. Entre los héroes que
sucumbieron se encontraba su cuñado, el Guardia Marina D. Enrique Chereguini y
Buitrago, que murió defendiendo su posición en la Cámara de Torpedos del
Acorazado Vizcaya, hundido en la batalla de Santiago de Cuba el 3 de julio de 1898. (Ver: Garrucha ante la Guerra de Cuba de 1898)
SAGASTA
Al
fin se rindió al peso de los años el hombre de Estado que con Cánovas
monopolizó el gobierno de España durante un cuarto de siglo. Ha muerto, y con
él, para no levantarse jamás el partido liberal histórico, aquel que nació de
la fusión de Martínez Campos, Alonso Martínez, Montero Ríos y Martos; el que
con la ayuda de Castelar consolidó la Regencia, el que con Moret cayó
destrozado ante la indiferencia el país.
Las
últimas etapas de su mando fueron fatales para España. El autorizó desde el
Gobierno una de las mayores vergüenzas contemporáneas.
Y
sin embargo, digámoslo claro. La historia imputará a Sagasta sucesos que no
realizó su voluntad, acusándolo de no haber sabido evitarlos. ¿Debilidad?¿Excesivo
amor a la dinastía?¿Fueron estas las causas? No; de ninguna manera. Sagasta
tenía una preocupación constante: la de no perder su popularidad. Por esto no
se atrevió a ponerse frente a la engañada opinión del país, cuando gritaba el
año 98: —¡A Nueva York!— grito que sin querer recuerda aquel otro de —¡A
Berlín!— que lanzaba el pueblo de París al declarar Francia la guerra a Prusia.
Sagasta,
que sabía perfectamente que íbamos a la derrota, no tuvo o no quiso tener el
valor cívico necesario para evitarla, y este fue el mayor error de su vida. Ved
si no cómo ha muerto: ¡más impopular que si hubiese obrado como debía! Ved como
deja el país: atrofiado, sin ideales, agonizante…
A
tal estado llegan las naciones cuando sus gobernantes, alucinados, por un falso
espejismo, o mirando más los intereses secundarios que los primordiales, no
tienen el valor de sobreponerse a las pasiones populares. Nunca como entonces
se dio tan gran mentís al adagio vox populi, vox Dei…
¡Cuánto
bueno pudo hacer Sagasta, y cuan poco ha hecho! Aunque coloquemos en su haber
la transformación democrática que hizo de la Monarquía española, a la muerte de
Alfonso XII, ¿qué queda de ello si ponemos en su debe la parte no pequeña que
tiene el bastardeamiento de todas las reformas que implantó?...
Quisiera
penetrar en los arcanos de la política y hallar respuesta a las siguientes
preguntas: ¿Cómo los hombres de más claro talento, los que más grandes
esperanzas despiertan en la tribuna, son
tan malos gobernantes luego que llegan al poder? ¿Por qué la decadencia de
España coincide con la época en que ha estado gobernada por los hombres de
mayor talento? ¿Estará llamada a desaparecer la nación española por falta de
buenos estadistas?
¡Quién
sabe!...
J. BUENO Y CORDERO
(El Eco de Levante, Garrucha, 9
de enero de 1903)
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